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Opinión

10/02/2006


La política de la crispación


Nos preocupa el clima de crispación política que, si bien no es del todo nuevo y no es sólo propio de nuestro país, se ha hecho más presente en los últimos tiempos. Se diría que hoy la forma de hacer política consiste en remover los sentimientos de los ciudadanos buscando reacciones lo más viscerales posibles; en sustituir el discurso, el debate y la racionalidad por la soflama incendiaria; en jugar al catastrofismo ante cualquier cuestión debatida; en descalificar personalmente y de forma sistemática a los rivales hasta llegar al insulto más crudo; en introducir el juego amigos-enemigos como determinante de cualquier actuación, y en último término el todo vale para conseguir un titular o arañar unos votos.Una forma de hacer política que, entre nosotros y en esta época, no responde a una situación real de crisis económica y social, de conflicto generalizado o de amenaza de colapso inminente del orden político. En otras zonas del planeta, o en otras épocas históricas, sería más comprensible. Nos tememos que generar crispación se ha convertido es un recurso más del marketing político y mediático que algunos utilizan de forma calculada e interesada. El malestar y el enfrentamiento no surgen de la base social y es recogido y expresado por los líderes políticos, sino que a menudo la inquietud se siembra desde arriba, desde determinados sectores políticos y mediáticos (en esta época inseparablemente unidos en lo bueno y lo malo).

Hoy recorren triunfantes el mundo concepciones políticas, principalmente neoconservadoras y en todo caso autoritarias, aficionadas a sembrar la alarma y profetizar desastres inminentes si no se emprende alguna urgente cruzada, duchas en manejar el miedo como el más eficaz instrumento de movilización. El choque de civilizaciones, la guerra contra el terrorismo, la defensa de la democracia, la lucha por la supervivencia de nuestro modelo de sociedad, la apelación al patriotismo exacerbado, el blindaje de las fronteras. El debate ideológico de nuestro tiempo lleva con frecuencia a posturas maniqueas que no pueden acabar sino en la convicción de hallarnos en la eterna lucha del Bien contra el Mal y en la justificación de cualquier medida.
Y sin embargo la democracia, el sistema en que todos proclamamos querer vivir, sólo puede existir con unos presupuestos radicalmente distintos. La aceptación del pluralismo, es decir, de que cada cual puede tener un punto de vista, una forma de ser o un interés igualmente valioso y protegible. Que todos podemos tener nuestra parte de razón. Que el debate racional es la única arma de progreso. Que sólo en un clima de búsqueda de objetividad y de respeto mutuo es posible practicar el diálogo y asegurar la convivencia. Que el mundo no se compone de buenos y malos, sino de personas muy diversas pero siempre titulares de derechos y de respeto.

En democracia no todo vale. Tan importante como las instituciones y las normas es la idea de que debe haber, junto con concepciones y proyectos discrepantes y aún legítimamente enfrentados, unos mínimos valores compartidos. Probablemente el mayor déficit que padezcamos para un buen funcionamiento de la democracia sea la falta de consolidación de una auténtica cultura democrática. Todos quienes tenemos alguna responsabilidad en el ámbito social o político debiéramos hacer un esfuerzo de autocrítica sobre si hacemos todo lo posible para practicar las virtudes democráticas. Quizás sea urgente un debate sobre cuál es el código ético que debemos aplicar a la vida pública; dónde están los límites de la libertad de expresión, o cuáles son las obligaciones de quien difunde mensajes desde una tribuna pública. Debate en el que también tienen una parte y una responsabilidad crucial los medios de comunicación.

Nos preocupa que la crispación siga siendo utilizada para dirigir la atención hacia ciertos temas y para ocultar otros al debate público. Pero, sobre todo, que acabe por calar en la sociedad. Una sociedad en la que ya hay suficientes brotes de intolerancia y de violencia (violencia doméstica o de género, escolar, racista, etc.) como para permitirse el lujo de que cultivemos el encrespamiento de los conflictos en la política, un ámbito en el que todos ansiamos que desaparezca la violencia para siempre. Desde la política se deberían prevenir y solucionar los conflictos, nunca atizarlos.

La crispación política por ahora es sólo motivo de preocupación y de comentario. Pero, de persistir, puede suponer un elemento de erosión del sistema democrático y de la convivencia social y de deriva hacia al autoritarismo. En manos de todos está sustituir el insulto por la moderación verbal, los discursos inflamados por las llamadas a la reflexión y al debate, los titulares escandalosos por el análisis ponderado y la política de declaraciones y reacciones por otra de más y mejor contenido.

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