Agiriak
Iritzia
2006/01/11
Por la humanización de la política penitenciaria
Deia
La búsqueda de la humanización como principio rector del sistema penal ha sido una constante a lo largo de la historia. La aparición de la pena privativa de libertad y de las cárceles fue un paso importantísimo. Supuso la eliminación de las penas contra la integridad física (mutilaciones, latigazos, muerte) y de principios como el “ojo por ojo“, aunque lo que hoy calificamos como barbarie sigue aplicándose en muchos lugares.
El progreso del sistema sancionador no se detuvo allí, se fueron eliminando condenas como los penales en el destierro, el trabajo forzoso, la cadena perpetua, etc. Sin embargo, la progresión social respecto al reconocimiento de los derechos humanos, con carácter general, ha ido a una velocidad mucho mayor en el exterior que en el interior de las prisiones, que siguen siendo lugares, cuando menos, deshumanizados. La cárcel ha sido y es un medio de control social. La política penal y la política penitenciaria son, en primer lugar, política. La determinación de lo que es delito en cada momento histórico o cuáles de los delitos merecen una condena mayor y en qué condiciones se cumple, es consecuencia de determinados objetivos políticos y sociales.
La cárcel como medio de rehabilitación del delincuente es un principio rector de nuestro ordenamiento. La situación actual dentro de las prisiones, con más de 60.000 presos, medidas como la Ley 7/2003 que dificulta el acceso a beneficios penitenciarios y la primacía de criterios de seguridad frente a los de reinserción impiden llevar plenamente a la práctica ese mandato constitucional. Frente a ello, no nos escandalizamos ni manifestamos, parece que preferimos vivir bajo el lema de que cuanto peor estén ellos, mejor estamos nosotros. Se entiende que una de las características de la prisión, el ser instrumento de castigo, debe ser la única o la más importante función y ello pese a saberse que las políticas de rehabilitación son las únicas que disminuyen los niveles de delincuencia, rompen con las estructuras de desigualdad social y son más económicas para las arcas públicas. ¿Por qué?
Parece que asumimos la venganza como uno de nuestros valores sociales. Un sistema penal que debe de defender la proporcionalidad entre la pena y el castigo no nos es suficiente. Pretendemos que el delincuente sufra la pena más alta independientemente del delito cometido y que su estancia en prisión sea lo más dura posible, obviando los procesos de rehabilitación. Se nos queda corto el “ojo por ojo” y queremos que las condenas se doblen, que se cumplan íntegramente aunque se haga en un entorno perjudicial para la salud del preso, que nos cueste lo menos posible y que además, sin ofrecer posibilidades de trabajar durante la condena, pague indemnizaciones. Aunque estemos hablando de un simple robo por un drogodependiente. Eso sí, que no vuelva a delinquir cuando cumpla la condena o será momento de salir a la calle a reclamar la cadena perpetua.
Cabe aquí una pequeña reflexión sobre las causas de ese afán de venganza social. Sin duda uno de los factores es el miedo, fomentado en ocasiones por los medios de comunicación y aprovechado por los poderes públicos para aplacar esa sed de desquite con leyes cada vez más duras y la falsa ilusión de que a mayor pena y a mayor dureza de las cárceles menos delitos. En realidad invertir en políticas de reeducación y rehabilitación es más eficaz en este sentido ya que disminuye los índices de reincidencia; invertir en políticas educativas y de igualdad social previene la aparición de nuevos delincuentes.
Aún así podría entenderse la búsqueda de venganza si consiguiera resarcir a las víctimas. Sin embargo, junto con los presos las víctimas son los grandes olvidados. Rara vez la víctima se siente compensada por muy dura que sea la condena y por muy difíciles que sean las condiciones de vida en prisión. Se echa de menos un conjunto normativo de medidas que compensen y protejan verdaderamente a la víctima del delito. Si admitimos que la principal fuente delictiva sigue siendo, tras años de medidas restrictivas, la droga, por qué no asumir que poderes públicos y todos en general hemos fracasado en esa lucha y debemos compensar de algún modo los daños a las víctimas.
La víctima merece el mejor de nuestros tratamientos y la mayor de nuestras defensas, pero no se puede utilizar como excusa para el mantenimiento de nuestro sistema penal. La aplicación de los mandatos constitucionales en cuanto a la proporcionalidad del castigo y la búsqueda de la rehabilitación del delincuente debe de iluminar todo el ámbito penal. Con ellos evitaremos nuevos delitos y nuevas víctimas, sin ellos prolongaremos el fracaso sancionador y mantendremos una sociedad basada en el miedo y buscadora de venganza.
Debe producirse un cambio en las actitudes sociales que favorezca ese trabajo y un paso adelante de los poderes públicos para invertir en políticas reinsertadoras dentro y fuera de las prisiones. Pero también hay que trabajar en la prevención del delito, actuando antes de que se produzca. Esto sólo es posible invirtiendo en educación, en bienestar social, creando una sociedad más justa e igualitaria.
Mientras tanto, en nuestras cárceles debemos trabajar por que la primera premisa sea la reinserción del condenado. Trabajo inútil si no se acompaña del respeto a sus derechos, no cabe reinserción dentro de un sistema destructivo de la personalidad. La situación sangrante de los enfermos mentales en prisión, por ejemplo, es una vulneración más que evidente del derecho constitucional a la salud. No es posible reinsertar a estas personas cuando no existen psiquiatras que trabajen con ellos. La pena que hemos elegido es la privación de libertad, en sí misma la limitación de un derecho, conculcar cualquier otro supone disminuir las posibilidades de reinserción.
Tendemos a creer que todos los presos son Mario Conde y que pasan sus condenas como en un hotel. En realidad el preso medio en España es varón, entre 33 y 43 años, con estudios primarios, con una familia desestructurada, toxicómano, con una enfermedad física o mental añadida, sin trabajo o con trabajo precario, que proviene de círculos de marginalidad o de minorías étnicas. Las cárceles son lugares con graves problemas de hacinamiento, donde se vive en situaciones de violencia, con escasos medios sanitarios y de reeducación. La cárcel afecta a todos los factores de la personalidad humana en sentido negativo, quien en el exterior vive en situaciones de desigualdad, en las cárceles ve agravada esa desigualdad.
Una sociedad se ve reflejada en sus cárceles. Debemos progresar e invertir en políticas de rehabilitación, humanizar las prisiones como un camino para una sociedad más justa y segura.
Foro Iruña. Firman el artículo: Javier Leoz, Miguel Izu, Ginés Cervantes, José Luis Campo, Iñaki Cabasés, Guillermo Múgica, Iosu Ostériz y José Luis Uriz., miembros del Foro Iruña.
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